A La Negra (esa Negra no ¬¬).
- Hay universos que ya no será posible inventar- sentenció.
A Damiana le tenía sin cuidado; nunca creyó en esas
realidades alternas que se construían sobre la arena. La cosa era clara: Mateo
quería, Damiana no. Pero necesitaba una especie de cenicero, de esos que se
llaman Mateo y no son fáciles de encontrar. Damiana fumaba demasiado.
Damiana era como esos boxeadores que pudiendo asestar un nocaut antes del quinto asalto, optaban
por cansar al oponente, llevarlo hasta el límite. Mateo quiso ser el champion of the
Damiana’s heart, pero tarde cayó en cuenta
que nunca dejó de ser un sparring.
“No tires la toalla”, se
decía; y tras cada izquierdazo volvía al cuadrilátero antes de que terminara el
conteo. Damiana pudo dejarlo fuera desde el primer round, pero entonces quién le
haría el día en los aciagos días de octubre; días lluviosos, fuera de temporada.
Damiana nunca tuvo idea, pero era campeona mundial peso
pluma en los híbridos sueños de Mateo, que siempre creyó ser el mejor oponente;
el único que podría hacerle contrapeso.
-¿Y ahora
qué voy a hacer con tus guantes? Eran rojos, como los pediste.
-No sé, no
me preguntes.
-Tengo un
par de entradas para la pelea de “La Barbie” Juárez.
-Aún puedes
venderlas.
“Mejor
colgar los guantes que los tenis”, pensó Mateo. A veces creía que le hubiese gustado caer ante Damiana como lo
hizo Sonny Liston con Mohammed Ali: first minute,
first round.
Habían pasado varias semanas y se mantuvo firme: “esta vez no le hablaré”. Pasaron un par
de meses y del viejo teléfono de discado sólo salía la voz del agente de
cobranza que se ostentaba como licenciado: él también preguntaba por Damiana.
Ni el buró de crédito la podía encontrar. Damiana nunca llamó.
Un mal día, llevado por ese fuego incontrolable de saber qué
diablos había sido de ella regresó al gimnasio.
-La última vez que la vi estaba saliendo con “El Valedor”
Méndez, mejor ni le busques-.
Esa mañana Mateo no recordaba nada.
-¡Cómo se te
ocurre llevarle serenata a La Damiana!
-¿Le gustó?
“El Valedor”
le había metido una madriza monumental. Sólo Don Ferras, el chaparrito
alentador de los boxeadores sin talento, se había aprestado a visitarlo; juntos
se curaron la cruda con un par de botellas de medio pelo: mitad para la
garganta, mitad para las heridas. De La Damiana, ni sus luces.
Sonó el
teléfono: Damiana estaba en el hospital,
su vida pendía de un hilo. Mateo desempolvó los guantes.